20 jun 2013

NOMBRAMIENTOS EN LA CORTE SUPREMA

El gobierno nominó a la Jueza Gloria Ana Chevesich para llenar una de las vacantes de  la Corte Suprema.  El Senado debe pronunciarse y el asunto parecía pacífico, pero han surgido voces de rechazo en la oposición.

Hay sistemas que pueden ser mejores o peores, pero difícilmente óptimos.  Tal sucede, en todo el mundo, con las políticas de salud pública y con el nombramiento de jueces. En algunos países, ciertos cargos judiciales se eligen por voto popular.  Se requiere de una sólida cultura institucional para que ello funcione más o menos bien. El intento de Cristina Kirchner de introducir ese sistema no tiene buen aspecto. En Estados Unidos,  la Corte Suprema, de nueve miembros, virtualmente legisla sobre importantes materias mediante sus interpretaciones jurídicas. Por ello, cada nombramiento es noticia de primer orden. El Presidente nomina, por lo general, a alguien que supone ideológicamente afín. El Senado aprueba. Normalmente, si el candidato es calificado, el senado estadounidense respeta la decisión presidencial.

En Chile, tradicionalmente existía un sistema de autogeneración parcial. La misma Corte Suprema proponía una quina, de la cual el Presidente escogía un nombre.  El método favorecía una práctica de besamanos, aunque una vez nombrado, el nuevo ministro tenía, en teoría,  libertad para ser ingrato (como debe ser), lo que no significa decidir siempre contra el gobierno, sino hacerlo sin sentirse endeudado con quien lo eligió.

En 1997 se reformó la Constitución chilena. Se elevó el número de ministros de la Corte Suprema a 21, se dispuso que cinco de ellos debían ser abogados no vinculados a la carrera judicial y  la persona que el presidente escoja ahora tiene que ser ratificada por dos tercios de los senadores en ejercicio.

Luego de dieciséis años de funcionamiento, el sistema ha merecido reparos.  Dado el sistema binominal y el alto quórum requerido para la aprobación, tanto la Concertación como la Alianza pueden bloquear una nominación; para la primera, alguien como Alfredo Pfeiffer, por ejemplo, es inaceptable; para la segunda,  lo es alguien como Carlos Cerda. El resultado era previsible: se han sondeado previamente los nombres con los senadores y se han aprobado, alternadamente, candidatos que cuentan con el beneplácito de cada bloque.  Sin embargo, ya en la pasada vuelta y también ahora, respecto de la jueza Chevesich, hay senadores que han anunciado un rechazo porque objetan resoluciones que los nominados adoptaron en casos concretos.

Sería ingenuo esperar que las decisiones sobre la persona propuesta para llenar una vacante en la Corte Suprema prescindan de toda consideración que no sea su idoneidad jurídica y su celo en el cumplimiento de sus funciones, pero éstas deberían prevalecer.

La autonomía de los poderes clásicos del Estado – el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial se remonta a los tiempos de Montesquieu. Una judicatura sometida, como sucedió en Chile entre 1973 y 1990, es propia de dictaduras.   Dado que el Poder Judicial no se elige por voto popular, su integridad descansa en sus propios miembros y en el buen tino de los poderes. De esto último, Chile ha probado ser capaz.

14 jun 2013

GRAN PROFETA, GRAN REY

Al tiempo de escribir, Nelson Mandela, próximo a cumplir 95 años, está gravemente enfermo y se teme por su vida.

En la época contemporánea, Mandela ha encarnado la idea de ética política como pocos.  Hay que pensar en figuras de la estatura de Mahatma Gandhi o Martin Luther King como líderes que se le pueden comparar.  Una salvedad: ellos, como Mandela, fueron grandes profetas en el sentido bíblico; esto es, no tanto personas capaces de vaticinar el futuro, sino dispuestas a levantar una voz de denuncia ante las iniquidades de los poderosos, especialmente los reyes.  A diferencia del líder sudafricano, sin embargo, a ellos no les correspondió gobernar.  En el curso de su larga vida, luego de casi 75 años como “profeta”, a Mandela le tocó ser “rey”, como el primer presidente de una Sudáfrica sin apartheid.

Su larga lucha como “profeta” contra un odioso sistema de racismo institucionalizado le costó casi 28 años de prisión (de 1962 a principios de 1990).  Su tenaz determinación de no cejar en su lucha, al punto de rehusarse a aceptar una liberación condicionada a declaraciones que eran inaceptables para él, estuvo motivada  por una ética de la convicción.  Sin embargo, las consecuencias de su actitud recaían sobre él mismo, su familia y su entorno más cercano.

Una vez que llegó a su fin el apartheid,  Mandela comprendió que sólo él podía asegurar una pacífica transición a la democracia en su país.  Por ello, aceptó convertirse en presidente (o “rey” en el sentido bíblico).  Al dar ese paso no cambió su firmeza ética, pero sí tuvo diferentes responsabilidades. Ahora las consecuencias de sus decisiones recaerían sobre toda la nación y marcarían el futuro de Sudáfrica.  Por ello, asumió una ética de la responsabilidad, que no significa descuidar las convicciones sino considerar seriamente las consecuencias de sus decisiones, teniendo en cuenta la condición humana y las probabilidades de la vida real.

Me tocó viajar a Sudáfrica, por primera vez, en febrero de 1994, cuando ya estaban programadas elecciones presidenciales democráticas y, por segunda vez, esta vez junto al ex Presidente Patricio Aylwin, en julio de ese mismo año,  habiendo asumido Nelson Mandela como presidente poco antes.  En ambas ocasiones, el propósito de la visita era participar, en Ciudad del Cabo,  en sendas conferencias sobre cómo enfrentar el pasado de violaciones de derechos humanos en una transición a la democracia.   A los sudafricanos, les interesaba la experiencia de Argentina y, sobre todo, la de Chile.  Ello explica la invitación al ex presidente Aylwin (en mi caso, querían conocer el trabajo de la Comisión de Verdad y Reconciliación – conocida como comisión Rettig - de la que fui miembro). Don Patricio Aylwin y yo lamentamos no haber podido conocer a Mandela, quien se acababa de someter a una cirugía. En su reemplazo nos recibió el Ministro Omar, como presidente subrogante.

Dos años se tardó el gobierno de Mandela en establecer la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica (TRC era su sigla en inglés), que tomó su nombre de su homónima chilena. A pesar que contaba con amplia mayoría en el parlamento, el presidente, quien había formado un gobierno de unidad con el Partido Nacional, el partido del apartheid (pacto que no duró demasiado), quiso que la formación de la TRC tuviera una aprobación amplia.  Al ser finalmente formada por ley, esta comisión, que trabajó por varios años,  pudo contar con poderes especiales, entre ellos el de dar inmunidad penal, salvo por los peores crímenes, a quienes declararan la verdad de sus crímenes. Cerca de siete mil personas se inscribieron para hacer tal declaración. Esta fórmula respondía al afán de Mandela de buscar justicia y, a la vez, dar los primeros pasos para forjar una básica unidad nacional sobre los escombros de un régimen que mantuvo,  por muchas décadas, una criminal segregación racial. Su afán de reconciliación nacional no fue siempre comprendido por sus propios seguidores; de hecho muchos de ellos se extrañaron que el informe de la TRC también incluyera crímenes políticos (los menos) cometidos por miembros del Congreso Nacional Africano, el partido de Mandela. No obstante, el anciano presidente invirtió todo su capital simbólico y peso moral para persistir en ese camino y dejar en claro que los derechos humanos están por encima de toda bandería política.

Al término de su primer mandato presidencial, Mandela no buscó la reelección sino que se retiró, dejando, con ese gesto,  la vara muy alta para sus sucesores. Su vida, que, si no por esta enfermedad, en todo caso se extinguirá pronto, ha sido la de un hombre justo quien, oprimido y perseguido, se entregó a su causa con tesón, sin considerar sacrificios personales, pero que brilló con sus mejores destellos en sus tiempos de triunfo, administrando la victoria con justicia, magnanimidad y responsabilidad.  Un ejemplo para la política de hoy y de siempre.

10 jun 2013

EXONERADOS

Ahora que el tema de los exonerados políticos vuelve a estar en el tapete, vuelvo a publicar una columna de 2011, con actualizaciones

La Comisión Rettig certificó a más de 3.000 víctimas fatales de violaciones de los derechos humanos.   Luego de 20 años, se supo de seis calificaciones equivocadas,  esto es,  un  0,2%, porcentaje bastante inferior a la tasa de error judicial.   La Comisión Valech concluyó,  inicialmente, que cerca de  29.000 personas habían sufrido prisión política durante la dictadura militar.  Su trabajo también fue riguroso: Una vez reabierta, se presentaron más de 30.000 nuevas peticiones, pero sólo se aceptaron 9.800 de ellas.  Ha habido también reparaciones consistentes en facilidades para los exiliados que retornaban a Chile y restitución de puestos a personas expulsadas de universidades o de servicios públicos, así como devolución de bienes expropiados (o de compensación, si ello no era posible) a partidos políticos. Todo ello funcionó normalmente.

En cambio, las reparaciones a los exonerados políticos (personas despedidas de  cargos públicos por razones políticas) se han desbordado.  De los más de 150.000 casos aceptados, muchos miles están mal calificados.

¿A qué se debe esto?  Primero, a una circunstancia muy humana: Hay quienes son víctimas de una violación de sus derechos fundamentales;  hay quienes creen de buena fe, pero equivocadamente,  que calzan en la descripción legal de cierta categoría de víctimas; hay quienes sienten que han sufrido otras injusticias y consideran correcto obtener alguna reparación, aunque sea por un motivo distinto;  por último, hay quienes directamente se aprovechan de los vacíos de la ley  para tratar de conseguir  un beneficio.    En el primer grupo, el de las víctimas genuinas, no faltan las personas renuentes a buscar compensaciones legales.  En el último grupo abunda la falsedad y sobran los gestores que ofrecen “tramitar una reparación”.

La segunda razón por la que ha habido desorden y abuso en el caso de los exonerados,  es la falta de rigor en  los procedimientos para calificar los casos, a diferencia de lo sucedido con los desaparecidos, ejecutados, presos y torturados.  

Una tercera causa es el cálculo político.  Cuando son decenas de miles los potenciales interesados en que el proceso de calificación de exonerados se extienda  una y otra vez,  y en que los resguardos legales sean escasos, en cada circunscripción electoral habrá muchos votos en juego.  Se crea así un incentivo torcido dentro del mundo político, sea para apoyar el sistema cuestionable o para cuidarse de no denunciarlo.
Agreguemos que en Chile las tradiciones de periodismo investigativo han sido más bien escuálidas (situación que tiende a cambiar un tanto) y tendremos una situación que permite que se cometa una gruesa irregularidad y que ésta permanezca escondida por largos años.


A medida que la Guerra Fría iba llegando a su fin y se dejaban atrás dictaduras de distinto signo, se instaló en todo el mundo la noción de que es preciso enfrentar el pasado de violaciones de los derechos humanos  como un deber moral y como parte ineludible de la construcción de un sistema democrático justo y sustentable.  Dentro de ese cuadro, un componente de elemental justicia, es  la reparación a las víctimas de tales violaciones o a sus familiares.   Chile y Argentina, por distintos caminos, se hallan entre los países que más han avanzado en este sentido, aunque con algunos bemoles.   Revelar distorsiones en ese proceso, lejos de debilitar tal propósito, lo fortalece, porque  preserva  su legitimidad para quienes de verdad  merecen las reparaciones.

En un año electoral, este tema puede muy bien ser utilizado políticamente. Habrá quienes pedirán que no se ventile, para no dar argumentos al otro bando. Habrá, también quienes exageren un problema de suyo grave,     suponiendo más calculo y maquinaciones de los que hubo o inflando los perjuicios al fisco que, en todos caso, son cuantiosos.

Que el Estado repare los daños causados por violaciones de los derechos humanos es de elemental justicia. Con todo, los derechos humanos deben tratarse con seriedad y con la verdad por delante.  De lo contrario se perjudica a la idea misma de su protección y a quienes la necesitan