13 sept 2012

GOBIERNO VERSUS PODER JUDICIAL



Se cuenta que un alto juez europeo llamó al presidente de su país para agradecerle haberlo nominado al cargo. Y agregó: “en adelante mi obligación es ser ingrato”.   Lo que no significaba, por supuesto,  que en lo sucesivo decidiría siempre contra el gobierno, sino que lo haría de modo independiente, sin pensar que debía devolver un favor.

Esta es la esencia de la separación de las tres grandes tareas del Estado, principio articulado, entre otros, por Montesquieu, hace más de dos siglos.  Que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial tengan cada cual funciones exclusivas es una de las bases del estado de derecho moderno.  Estas tres ramas se controlan mutuamente:  En Chile, el Presidente y el Senado designan los ministros de la Corte Suprema; el Poder Judicial interpreta las leyes que aprobó el Legislativo  y falla sobre casos en que pueda tener interés el Fisco.  El Ejecutivo maneja las urgencias de la discusión de leyes y puede ejercer veto.   El Congreso fiscaliza al gobierno y puede hacer un juicio político contra, entre otros, ministros de estado y el propio Presidente.

La Constitución establece estos controles y contrapesos pero, aparte de ellos, la autonomía de los poderes clásicos del Estado es absoluta. Y digo “poderes clásicos”, porque la evolución de la política, la economía y el derecho ha ido aconsejando, con el tiempo,  introducir más órganos autónomos del Estado para, entre otras tareas,  ejercer funciones contraloras, asegurar la independencia de la política monetaria, supervisar el sistema electoral o garantizar el acceso a información pública.  Sin embargo, los tres poderes tradicionales siguen siendo el núcleo de todo sistema republicano.

Por eso nuestra Constitución dispone que, respecto de los tribunales  “en caso alguno”  pueden el Ejecutivo o el Congreso, entre otras cosas, revisar los fundamentos o contenidos de las resoluciones judiciales.  El gobierno de Salvador Allende a menudo objetó el funcionamiento mismo de la justicia, además de negarse a cumplir fallos.  Es cierto que en el clima de radical polarización de la época, el Poder Judicial terminó por tomar partido a favor del golpe de estado y luego abdicó su función de proteger los derechos fundamentales.  Sin embargo, la interferencia judicial del Ejecutivo fue indebida y así lo hizo notar enfáticamente la oposición al gobierno de la Unidad Popular.

Es irónico, pues, que ministros de un gobierno de derecha cuestionen fallos judiciales intentando refutar sus fundamentos.  Ello ha ocurrido en materia de combate a la delicuencia, de aplicación de la ley contra el terrorismo y, ahora último, en asuntos medioambientales.  Los involucrados se defienden  alegando la libertad de expresión, principio que es fundamental pero que tiene limitaciones constitucionales cuando se ejerce una función pública.

Por ello, se justifica la molestia de la Corte Suprema.   Cuidar las instituciones vale para todos.  Si el Legislativo o el Ejecutivo desean introducir tales o cuales cambios, que legislen en ese sentido.  Jugar con fuego, como lo están haciendo algunos ministros,  pone en riesgo el presente y futuro de nuestra institucionalidad.