Hay sistemas que pueden ser mejores o peores, pero difícilmente óptimos. Tal sucede, en todo el mundo, con las políticas de salud pública y con el nombramiento de jueces. En algunos países, ciertos cargos judiciales se eligen por voto popular. Se requiere de una sólida cultura institucional para que ello funcione más o menos bien. El intento de Cristina Kirchner de introducir ese sistema no tiene buen aspecto. En Estados Unidos, la Corte Suprema, de nueve miembros, virtualmente legisla sobre importantes materias mediante sus interpretaciones jurídicas. Por ello, cada nombramiento es noticia de primer orden. El Presidente nomina, por lo general, a alguien que supone ideológicamente afín. El Senado aprueba. Normalmente, si el candidato es calificado, el senado estadounidense respeta la decisión presidencial.
En Chile, tradicionalmente existía un sistema de autogeneración parcial. La misma Corte Suprema proponía una quina, de la cual el Presidente escogía un nombre. El método favorecía una práctica de besamanos, aunque una vez nombrado, el nuevo ministro tenía, en teoría, libertad para ser ingrato (como debe ser), lo que no significa decidir siempre contra el gobierno, sino hacerlo sin sentirse endeudado con quien lo eligió.
En 1997 se reformó la Constitución chilena. Se elevó el número de ministros de la Corte Suprema a 21, se dispuso que cinco de ellos debían ser abogados no vinculados a la carrera judicial y la persona que el presidente escoja ahora tiene que ser ratificada por dos tercios de los senadores en ejercicio.
Luego de dieciséis años de funcionamiento, el sistema ha merecido reparos. Dado el sistema binominal y el alto quórum requerido para la aprobación, tanto la Concertación como la Alianza pueden bloquear una nominación; para la primera, alguien como Alfredo Pfeiffer, por ejemplo, es inaceptable; para la segunda, lo es alguien como Carlos Cerda. El resultado era previsible: se han sondeado previamente los nombres con los senadores y se han aprobado, alternadamente, candidatos que cuentan con el beneplácito de cada bloque. Sin embargo, ya en la pasada vuelta y también ahora, respecto de la jueza Chevesich, hay senadores que han anunciado un rechazo porque objetan resoluciones que los nominados adoptaron en casos concretos.
Sería ingenuo esperar que las decisiones sobre la persona propuesta para llenar una vacante en la Corte Suprema prescindan de toda consideración que no sea su idoneidad jurídica y su celo en el cumplimiento de sus funciones, pero éstas deberían prevalecer.
La autonomía de los poderes clásicos del Estado – el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial se remonta a los tiempos de Montesquieu. Una judicatura sometida, como sucedió en Chile entre 1973 y 1990, es propia de dictaduras. Dado que el Poder Judicial no se elige por voto popular, su integridad descansa en sus propios miembros y en el buen tino de los poderes. De esto último, Chile ha probado ser capaz.